Texto de Julio Cortázar dirigido a los maestros recién graduados. Publicado el 20 de diciembre de 1939.
Escribo para quienes
van a ser maestros en un futuro que es ya casi presente. Para quienes van a
encontrarse repentinamente aislados de una vida que no tenía otros problemas
que los inherentes a la condición de estudiante; y que, por lo tanto, era
esencialmente distinta de la vida propia del hombre maduro. Se me ocurre que
resulta necesario, en la Argentina, enfrentar al maestro con algunos aspectos
de la realidad que sus cuatro años de escuela normal no siempre le han
permitido conocer, por razones que acaso se desprendan de lo que sigue, y que
la lectura de estas líneas -que no tienen la menor intención de consejo- podrá
tal vez mostrarles uno o varios ángulos insospechados de su misión a cumplir y
de su conducta a mantener.
Ser maestro significa
estar en posesión de los medios conducentes a la transmisión de una
civilización y una cultura; significa construir, en el espíritu y la
inteligencia del niño, el panorama cultural necesario para capacitar su ser en
el nivel social contemporáneo y, a la vez, estimular todo lo que en el alma
infantil haya de bello, de bueno, de aspiración a la total realización.
Doble tarea, pues: la
de instruir, educar, y la de dar alas a los anhelos que existen, embrionarios,
en toda conciencia naciente. El maestro se tiende hacia la inteligencia, hacia
el espíritu y, finalmente, hacia la esencia moral que reposa en el ser humano.
Enseña aquello que es exterior al niño; pero debe cumplir asimismo el hondo
viaje hacia el interior de ese espíritu, y regresar de él trayendo, para
maravilla de los ojos de su educando, la noción de bondad y la noción de
belleza: ética y estética, elementos esenciales de la condición humana.
Nada de esto es fácil.
Lo hipócrita debe ser desterrado, y he aquí el primer duro combate;
porque los elementos negativos forman también parte de nuestro ser. Enseñar el
bien, supone la previa noción del mal; permitir que el niño intuya la belleza
no excluye la necesidad de hacerle saber lo no bello.
Es entonces que la
capacidad del que enseña -yo diría mejor: del que construye descubriendo- se
pone a prueba. Es entonces que un número desoladoramente grande de maestros
fracasa. Fracasa calladamente, sin que el mecanismo de nuestra enseñanza
primaria se entere de su derrota; fracasa sin saberlo él mismo, porque no había
tenido jamás el concepto de sumisión. Fracasa tornándose rutinario,
abandonándose a lo cotidiano, enseñando lo que los programas exigen y nada más,
rindiendo rigurosa cuenta de la conducta y la disciplina de sus alumnos. Fracasa
convirtiéndose en lo que se suele denominar " un maestro
correcto". Un mecanismo de relojería, limpio y brillante, pero sometido a
la servil condición de toda máquina.
Algún maestro así
habremos tenido todos nosotros. Pero ojalá que quienes leen estas líneas hayan
encontrado también, alguna vez, un verdadero maestro. Un maestro que sentía su
misión, que la vivía. Un maestro como deberían ser todos los maestros en la
Argentina.
Lo pasado es pasado. Yo
escribo para quienes van a ser educadores, y la pregunta surge, entonces,
imperativa: ¿Por qué fracasa un número tan elevado de maestros? De la
respuesta, aquilatada en su justo valor por la nueva generación, puede depender
el destino de las infancias futuras, que es como decir el destino del ser
humano en cuanto sociedad y en cuanto tendencia al progreso.
¿Puede contestarse la
pregunta? ¿Es que acaso tiene respuesta?
Yo poseo mi respuesta,
relativa y acaso errada. Que juzgue quien me lee. Yo encuentro que el
fracaso de tantos maestros argentinos obedece a la carencia de una verdadera
cultura, de una cultura que no se apoye en el mero acopio de elementos
intelectuales, sino que afiance sus raíces en el recto conocimiento de la
esencia humana, de aquellos valores del espíritu que nos elevan por sobre lo
animal. El vocablo" cultura" ha sufrido, como tantos otros, un largo
malentendido. Culto era quien había cumplido una carrera, el que había leído
mucho; culto era el hombre que sabía idiomas y citaba a Tácito; culto era el
profesor que desarrollaba el programa con abundante bibliografía auxiliar. Ser
culto era -y es, para muchos-llevar en suma un prolijo archivo y recordar
muchos nombres...
Pero la cultura es eso
y mucho más. El hombre -tendencias filosóficas actuales, novísimas, lo afirman
a través del genio de Martin Heidegger- no es solamente un intelecto. El hombre
es inteligencia, pero también sentimiento, y anhelo metafísico, y sentido
religioso. El hombre es un compuesto; de la armonía de sus posibilidades surge
la perfección. Por eso, ser culto significa atender al mismo tiempo a todos los
valores y no meramente a los intelectuales. Ser culto es saber el sánscrito, si
se quiere, pero también maravillarse ante un crepúsculo; ser culto es llenar
fichas acerca de una disciplina que se cultiva con preferencia, pero también
emocionarse con una música o un cuadro, o descubrir el íntimo secreto de un
verso o de un niño.
Y aún no he logrado
precisar qué debe entenderse por cultura; los ejemplos resultan inútiles. Quizá
se comprendiera mejor mi pensamiento decantado en este concepto de la cultura:
la actitud integralmente humana, sin mutilaciones, que resulta de un largo
estudio y de una amplia visión de la realidad.
Así tiene que ser el
maestro.
Y ahora, esta pregunta
dirigida a la conciencia moral de los que se hallan comprendidos en ella:
¿bastaron cuatro años de escuela normal para hacer del maestro un hombre culto?
No; ello es evidente.
Esos cuatro años han servido para integrar parte de lo que yo denominé más
arriba "largo estudio"; han servido para enfrentar la inteligencia
con los grandes problemas que la humanidad se ha planteado y ha buscado
solucionar con su esfuerzo: el problema histórico, el científico, el literario,
el pedagógico. Nada más, a pesar de la buena voluntad que hayan podido
demostrar profesores y alumnos; a pesar del doble esfuerzo en procura de un
debido nivel cultural.
La escuela normal no
basta para hacer al maestro. Y quien, luego de plegar con gesto orgulloso su
diploma, se disponga a cumplir su tarea sin otro esfuerzo, ése es desde ya un
maestro condenado al fracaso.
Parecerá cruel y acaso
falso; pero un hondo buceo en la conciencia de cada uno probará que es harto
cierto.
La escuela normal da
elementos, variados y generosos; crea la noción del deber, de la misión;
descubre los horizontes. Pero con los horizontes hay que hacer algo más que
mirados desde lejos; hay que caminar hacia ellos y conquistados.
El maestro debe llegar
a la cultura mediante un largo estudio.
Estudio de lo exterior,
y estudio de sí mismo. Aristóteles y Sócrates, de ahí las dos actitudes. Uno,
la visión de la realidad a través de sus múltiples ángulos; el otro, la visión
de sí mismo a través del cultivo de la propia personalidad. Y, esto hay
que creerlo, ambas cosas no se logran por separado. Nadie se conoce a sí propio
sin haber bebido la ciencia ajena en inacabables horas de lectura y de estudio;
y nadie conoce el alma de los semejantes sin asistir primero al deslumbramiento
de descubrirse a sí mismo.
La cultura resulta así
una actitud que nace imperceptiblemente;
nadie puede despertarse
una mañana y decir: "Soy culto". Puede, sí, decir: "Sé muchas
cosas", y nada más. La mejor prueba de cultura suele darla aquel que habla
muy poco de sí mismo: porque la cultura no es una cosa, sino que es una visión;
se es culto cuando el mundo se nos ofrece con la máxima amplitud; cuando los
problemas menudos dejan de tener consistencia; cuando se descubre que lo
cotidiano es lo falso, y que sólo en lo más puro, lo más bello, lo más bueno,
reside la esencia que el hombre busca. Cuando se comprende lo que
verdaderamente quiere decir Dios.
Al salir de la escuela
normal, puede afirmarse que el estudio recién comienza. Queda lo más difícil,
porque entonces se está solo, librado a la propia conducta. En el
debilitamiento de los resortes morales, en el olvido de lo que de sagrado tiene
el ser maestro, hay que buscar la razón de tantos fracasos. Pero en la voluntad
que no reconoce términos, que no sabe de plazos fijos para el estudio, está la
razón de muchos triunfos. En la Argentina ha habido y hay maestros; debería
preguntárseles a ellos si les bastaron los cuatro años oficiales para adquirir
la cultura que poseen. "El genio -dijo Buffon- es una larga
paciencia."
Nosotros no requerimos
maestros geniales: sería absurdo. Pero todo saber supone una larga
paciencia. Alguien afirmó, sencillamente, que nada se conquista sin
sacrificio. Y una misión como la del educador exige el mayor sacrificio que
pueda hacerse por ella. De lo contrario, se permanece en el nivel del
"maestro correcto".
Aquellos que hayan
estudiado el magisterio y se hayan recibido sin meditar a ciencia cierta qué
pretendían o qué esperaban más allá del puesto y la retribución monetaria, ésos
son ya fracasados y nada podrá salvarlos sino un gran arrepentimiento.
Pero yo he escrito
estas líneas para los que han descubierto su tarea y su deber. Para los que
abandonan la escuela normal con la determinación de cumplir su misión. A ellos
he querido mostrarles todo lo que les espera, y se me ocurre que tanto
sacrificio ha de alegrarlos. Porque en el fondo de todo verdadero maestro
existe un santo, y los santos son aquellos hombres que van dejando todo lo
perecedero a lo largo del camino, y mantienen la mirada fija en un horizonte
que conquistar con el trabajo, con el sacrificio o con la muerte.
Julio Cortázar
Publicado originalmente
en Revista Argentina,
publicación mensual de los alumnos
de la Escuela Normal dr Chivilcoy,
Chivilcoy, Nº 31,
20 de diciembre de 1939.
publicación mensual de los alumnos
de la Escuela Normal dr Chivilcoy,
Chivilcoy, Nº 31,
20 de diciembre de 1939.
Cada palabra es enorme... atesoro este gran mensaje, como cada uno de los que Julio nos regala. Gracias por compartirlo.
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